A ver, déjeme hacer memoria…creo que hacía siete años…sí, hacía siete años que trabajaba acá. No es un lugar demasiado lindo para estar, y menos aún para trabajar. Pero uno se acostumbra a todo ¿Vio? O a casi todo. Nunca me acostumbré del todo a mi sueño, siempre encontraba algo nuevo en él, algún detalle mágico que me mantenía intrigado durante varias semanas. Al principio resultaba hermoso escaparse de la realidad al menos por unas horas. Resultaba fantástico disfrutar el placer que la realidad nos negaba. Pero luego comencé a preocuparme.
No hacía mucho tiempo que tenía el mismo sueño. O quizás sí. No sé si mucho tiempo, sólo el suficiente. A decir verdad hacía demasiado tiempo que tenía el mismo sueño.
Mis incursiones en aquel mundo se hacían más y más frecuentes. Por momentos se me ocurría la loca idea de que yo estaba maldecido por algún demonio. Al menos eso hubiera creído a los ocho o nueve años cuando iba a aquella escuela en la que aprendíamos a amar a Jesús y a creer en los Santos. Pero el tiempo (y mi madurez) me había enseñado que no todo es como nos enseña la Biblia. Lo que sí es completamente cierto es que Jesús, hijo del Señor, es nuestro Salvador. Esas cosas no se olvidan. Ni se discuten.
Más tarde comprendería la verdadera importancia de mi sueño. No era un castigo, era un regalo del cielo. Había sido bendecido por el señor, Él me había mostrado el camino ¡Y yo había creído que era una maldición! ¿Cómo podía ser tan inconsciente? ¡El Señor trataba de recompensarme por mis buenas acciones y yo creía que era un castigo!
Por suerte comprendí mi error y acudí a misa con la idea de pedirle perdón a mi Señor y que mi Señor me perdonase. Sentí que el sólo hecho de acudir a misa y rezar no alcanzaba. Decidí ir a confesarme al otro día.
Sentado en el oscuro cubículo de madera, por momentos me arrepentí de haber entrado. Mi sueño era demasiado importante como para hablarlo con el padre. Sin embargo él escuchó mis inquietudes. No obtuve respuestas. Sus palabras fueron “no temas, hijo, Dios te guiará”. No me servía de nada todo esto. El padre no comprendía mi situación. Claro, ¿cómo podría comprenderme si yo era superior a él? Y mi sueño era prueba de esto.
Decidí que mi trabajo ya no era suficiente para una persona con mi importancia. Estaba destinado a ser cura, y más tarde Papa. Pero para cumplir con mi destino debía renunciar a mi trabajo, aquel que tantas satisfacciones me había dado.
Nunca había involucrado mis creencias (ni mis propias opiniones, obviamente) con mi trabajo. De todas formas siempre llevaba mi rosario y a nadie parecía molestarle.
Como ya dije, yo enseñaba religión en aquel hospital, pero nunca me dejaron involucrar mis propias creencias. Siempre me decían qué debía decir y cómo debía decirlo. Pero uno se acostumbra a todo, ¿vio?
Hacía siete años que enseñaba los designios del Señor a los pacientes. Fue entonces que comencé a soñar.
Debían ser las ocho cuando alguien apagó las luces de mi habitación. Hacía varios años que dormía solo, al igual que ahora. Por alguna razón que nunca llegué a comprender me dormí enseguida. Y el sueño comenzó enseguida.
A veces sucede que recordamos sueños enteros, como si fueran largas películas con una trama bien definida y diálogos perfectos. Otras, recordamos sólo pequeñas partes y nos pasamos todo el día tratando de unirlas y encontrarle significado a la unión. Hay veces, también, que recordamos varios sueños. Yo, generalmente, sueño sólo uno, o al menos recuerdo sólo uno. Nunca me preocuparon demasiado, ni me importaron, pero esta vez hubo algo, esta vez realmente creí en el sueño, realmente creí estar dentro del sueño. Esta vez era real. Esta vez yo había sido iluminado y el Señor me había mostrado el camino. Claro que entender todo esto me tomó varios años. Cinco años, para ser exactos, en realidad un poco menos.
El padre no me había dado una respuesta, mis compañeros de trabajo no podían saberlo, mis alumnos no lo considerarían relevante. Podría simplemente resignarme, darle la espalda al Señor y a mi sueño. Al fin y al cabo nada podría hacerse, el padre jamás abandonaría su lugar, jamás creería en mi sueño, jamás creería en mí.
Decidí olvidar todo. Mi Señor quizás enfureció, no lo sé, pero era algo indispensable, no había otra opción. Si no se castigaba al padre, si se me castigaba a mí, yo abandonaría todo. Y lo hice. Fueron tres largos meses sin enseñanza, sin aprendizaje, sin misas, sin iglesias, sin cruces, sin Jesucristos, sin Dioses.
De todas formas no abandoné el hospital, algo me lo impidió, como si aquel fuera mi lugar y no pudiera alejarme.
Un día mi espera terminó. Después de cinco años todo mi sacrificio fue recompensado. Por fin mi sueño se hizo realidad, por fin mi Señor cumplió, cinco años después de prometer. Lo que mi Señor promete, mi señor cumple. Mi Señor es justo.
Un día como cualquier otro lo vi. Acababa de recorrer aquel largo pasillo, caminaba distraídamente mirando los cuadros que honraban a mi Señor Jesucristo. Llegué al final del pasillo y doblé en el siguiente. Allí lo vi. Los brazos extendidos hacia los costados, una herida en cada mano, muchos y pequeños cortes en la frente, los pies descalzos muy juntos, uno encima del otro. Le sangraban los pies. Tenía la mirada perdida y gritaba algo que nunca llegué a comprender. El pelo largo y revuelto le tapaba gran parte de la cara. “¡Dejá de gritar!”, el hombre que guiaba la silla de ruedas se estaba irritando. Sin pensarlo dos veces corrí a abrazar a mi Señor. Rápidamente tres enfermeros me detuvieron, creo que escuché a uno decir “chaleco ¡rápido!” y a otro reclamando suero. Desperté horas mas tarde.
Ese día dormiría en el manicomio un nuevo paciente.
domingo, 7 de junio de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario