domingo, 7 de junio de 2009

La Mujer del Anden

Creo que no es la primera vez que subo al tren. Tampoco es la segunda, ni la tercera, ni la cuarta. Mucho menos es la vigésima vez que subo al tren. Ni siquiera podría estar seguro de cuándo, cómo y por qué fui a verte. Ahí estabas, en el mismo lugar de siempre, parada bajo sol y lluvia. Y esperabas. Esperabas a que cualquiera se dignara a asistir a tus cortejos, esperabas que cualquiera se rebajara a pagar el boleto del tren. La mirada perdida que se ocultaba en el humo de tu propio cigarrillo y el hedor que te agobiaba. Todo tan común.
Camino por el húmedo andén, te busco y sé que estás ahí. Siempre estás ahí. Al menos siempre que te busqué estuviste ahí, siempre que te necesité estuviste ahí. También es habitual que tus puertas estén siempre abiertas y hoy no podría ser la excepción.
Apenas me acerco notás mi presencia. Le das una larga pitada al mismo cigarrillo de siempre (que aún tiene las marcas de tus labios) y lo tirás al suelo sonriéndome. Traté de explicarte, de decirte o al menos recordarte que no había pagado el boleto aún. Seguís sonriendo. Pagás más tarde, decís. Sólo quiero respirar una vez más, aliviarme. Donde vos estás los cuerpos ya no cargan con sus culpas ¿Y? ¿Empezamos?, pregunto y contestás: esperá que llegue el tren. Me guiñás el ojo sin perder la sonrisa. No puedo evitar mirarte a los ojos, quizás sea el primero en hacerlo, quizás otros también creyeron ser los primeros. Tampoco puedo evitar devolverte la sonrisa, aunque ya no me estés mirando.
Ahí llega el tren, pero no puedo verlo. El mismo Dios me castigaría sólo por intentarlo, deshonraría mi carne y mis pasados. Te sigo vigilando, no quiero que escapes. El tren se detiene delante de nosotros completamente vacío. “Esta noche viajamos solos” decís, “y creeme que va a ser un muy buen viaje”. Sonreís y subís al tren. Tomás mi mano y, sin pensar en mi Dios ni en mi carne ni en mis pasados, te sigo.
El viaje sin duda es increíble, y hacerlo con tu compañía lo hace aún más increíble. Los colores y aromas que se vislumbran por las ventanillas no dejan de asombrarme. Y es tanto mi asombro que nuevamente dudo si no es acaso la primera vez que subo al tren.
Te veo maravillosa, te siento maravillosa. Ya te había visto así, pero creo que estás más linda que la última vez.
Sólo quiero sentirte una vez más y ver tus ojos chorreados y descubrir tus infinitos pecados escondidos en tus labios, envueltos en carnes blancas. Empapame de tus demasías, inúndame sólo como vos sabes hacerlo. Sabés llevar a cualquiera (dispuesto a pagar cualquier precio) al más maravilloso viaje. Pagaré el boleto, lo juro, tan sólo llevame más lejos de lo que cualquier mortal haya llegado, llevame donde ninguna mente humana llegue, llevame al punto preciso el cual ni los dioses alcanzan. Sólo vos sabés hacerlo.
Hoy podría admitirlo, creo que hubiese llegado a amarte si te hubiese visto cuando miré. Pero mis instintos aún prohíben estrictamente cualquier atracción, las seducciones no conducen a puerto seguro. Y tus aguas ya comienzan a ahogarme. Tus tormentas aportan magia al viaje pero el masoquismo llega a su límite. Tu luz se filtra por los rincones más oscuros, me enceguece, me bloquea, me muerde. Y tu canibalismo dejará marcas en mi cuello que durarán los próximos días.
Comenzás a atemorizarme, ya no me liberás como solías hacerlo, tampoco me besás como solías hacerlo. Ahora tus dientes se hunden en mis carnes y ya no entiendo tus moralidades. Por fin comprendo a mi Dios y a mis pasados. Por fin logro no comprenderte: me desesperás. Me desesperan tus sueños, tus legados, tus mares, tus ríos, tus lagunas, tus inacabables brechas, tus aberturas. Me desespera. Me desespera eternamente la sola idea de no encontrar el punto donde se esconde el vacío. Y sabés que mataría por un puñado de tus cenizas. Y sabés que el humo se extingue si se choca contra las nubes. Y sabés que los viajes terminan ahogados en lluvias. Me desespera tu enfermedad y me enfermás hasta el punto de la incomprensión. Vos y tus diagonales me enferman. Vos y tus continuos flujos de nadas me enferman. Vos y tus estúpidas siluetas furtivas me enferman. Vos y los espejos en los que reflejás tu vacío me enferman.
Sacate las mascaras, si sólo te sirven bajo las lluvias que anuncian el final de los viajes. Tus mascaras no te cubren de la enfermedad, ni de tus falsedades, ni de tus velos. Tus mascaras nunca te van a proteger ni siquiera de vos misma, tus mascaras no ocultarán jamás tu vergüenza, ni podrán liberarte, ni te permitirán respirar. Te ahogarás en tus propias mascaras, al igual que todos los que hemos sido ahogados por tus infinitos pecados escondidos en tus labios y envueltos en carnes blancas, te ahogarás.
Todavía me pregunto, ¿cómo llegaste tan lejos? ¿Cómo pudiste entrar y enterrarte tan profundo? Si acaso tan extraños son tus espejos, si tan muertas son tus diagonales. Te amo desde la primera vez que mire y no te vi. O te vi y no te observé. O, quizás, vi lo que quería ver y oculté tus instintos. Y si tu ideología pudiese albergar algo más que tu impotencia (ignorancia), quizás entonces podrías entenderme.
Tal vez sea tiempo de que abandones esa vieja figura que te has impuesto, culmines tu metamorfosis, cumplas tu destino y sirvas a tu amo y señor, a tu Dios.
Quizás me equivoque: es demasiado tarde y estoy agotado.
Me mirás perpleja, confusa, aún desnuda desde la cama. Te arrojo unos billetes sin siquiera contarlos y me alejo de quien ha sido mi acompañante en el viaje que he emprendido esta noche. Al salir de la nave (que ya ha atravesado tantos kilómetros) aún me seguís con la mirada. Puedo asegurarlo: soy el primero en abandonarte en pleno viaje, soy el primero en detener el tren (que sin darme cuenta se ha convertido en una habitación). Camino por el anden (que ahora es sólo el pasillo de un edificio deteriorado) hasta perderme en la laberíntica ciudad, lejos (tanto como me es posible) de la puta.

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