domingo, 7 de junio de 2009

La Obelia

De tan cerca ya no parecía grande. Mucho mas pequeño que las miles de fotografías que había visto de aquel supuesto maravilloso paisaje. Ya no estaban los millones de carteles que lo adornaban antaño, ni las luces que iluminaban el falsamente nombrado “gigantesco tallo”. Las desilusiones invadían nuestros pasos mientras dábamos vueltas a su alrededor ¿Cómo podría haber cambiado tanto? Ya no era el mismo lugar, no era el mismo paisaje. Nuestros sueños de viajeros murieron aquel día.

La especie de plataforma blanca que sostenía mis pasos parecía flotar en el aire y la extraña estructura se veía demasiado frágil.

La gente comenzó a llegar de todas partes y la plataforma empezó a desnivelarse de a poco. Nadie parecía notar aquel “bonsái” (no habría palabra mas adecuada para calificarlo) que apenas se llegaba a ver entre el mar humano. Incluso nosotros nos perdimos, nos separamos. Decidí quedarme en el lugar que había ido a ver. Sin duda era muy decepcionante: tan pequeño, tan frágil. Estaba demasiado gastado por los años, las grietas daban lugar a infinitas plantas que crecían allí y dañaban aún más la estructura.

Observé el piso con detenimiento. Aquella plataforma blanca (que continuaba moviéndose, nivelándose y desnivelándose constantemente) era en realidad una serie de bloques que encastraban perfectamente unos con otros. Estos bloques poseían espacios para encastrarse tanto del lado de arriba como del de abajo. Todos blancos (quizás algo grises por el polvo). Y allí, encastrado como un bloque más, estaba el mencionado “bonsái”. Algo más enano que yo, algo más sucio que la plataforma, algo más descuidado que los bloques.

Descubrí que al fin de cuentas sólo era una tapa de alcantarilla. Seguramente había una forma de moverla y llegar a una cloaca bajo la plataforma. Eso no importaba, era evidente que no se movía hacía muchos años y nadie parecía interesado en moverlo. Seguí analizando el árbol (tarea que resultaba muy complicada debido a los continuos movimientos de la plataforma), pero no había más de lo que se veía en superficie. Su esplendor ya había pasado, sus años de gloria se habían esfumado.

El mundo se hubiese terminado en ese preciso instante, todo se hubiese derrumbado sin que nadie lo notara (incluso, creo que en algún momento sucedió, no lo recuerdo). Pero algo impidió todo aquel caos. Recordé la historia que la reina me había contado hacía ya tantos años.

Recuerdo aún, cuando era más joven, decía la reina, me hicieron un gran obsequio. Mi jardín estaba cubierto de plantas y flores, pero ninguna llamaba tanto mi atención y, como buena reina, ambicionaba la flor más bella de la tierra sólo para mí, para alegrar mi jardín. Sin esta flor, de nada servirían las demás. Me regalaron una Obelia. La pequeña planta blanca brillaba sobre el monocromático verde del resto del jardín. Era mucho mas alta que el resto de sus compañeras, y nadie sabía con certeza si era una planta, un árbol o una flor. Por el año treinta y seis me la regalaron, recuerdo, para un cumpleaños mío. La Obelia creció y creció, y alcanzó una altura que jamás imaginé: sesenta y siete metros. Desde allí arriba veía todo, todas mis calles, mis avenidas, mis veredas, mis casas, mis puertas, mis ventanas, mis habitantes. Desde aquellas cuatro ventanitas veía todo.

Pero todo había desaparecido. Ya no quedaban calles, ni avenidas, ni veredas, ni casas, ni puertas ni ventanas. Quedaban habitantes, pero era tan difícil reconocerlos. De los recuerdos de la Obelia sólo permanecía un pequeño tronco hueco, una pequeña estructura sucia y descuidada que hasta había perdido sus características cuatro ventanitas en la punta.

Sólo había algo por hacer: terminar la historia de la Reina del Plata como se debe terminar un cuento.

Trepé lentamente hasta la cima y, desde allí (a no más de dos metros de la plataforma), grité la historia que me había contado la ciudad hacía tantos años en una de sus esquinas. Algunos me escucharon, otros me ignoraron, nadie me olvidó.

Luego tomé impulso y salté desde la cima de la Obelia. La caída fue larga, los tres segundos que tardé en recorrer esos sesenta y siete metros en vertical parecieron eternos. Ya en el piso, miré por última vez a la Obelia, sabiendo que nunca volvería a verla de la misma manera. Abrí los ojos, nuevamente en la Plaza de la República, y busqué a mis compañeros de viaje que aún estaban descansando en el pasto, disfrutando del sol. Miré hacia el cielo, allí estaba la enorme bandera. Y por un segundo creí ver el rostro triste de la reina entre el celeste y blanco.

No hay comentarios: